Francisco de Cuéllar "La Carta"

(De la villa de Anvers, 4 de Octubre de 1589 año)


Parte 1

Creo se admirará V. m. viendo esta carta, por la poca seguridad que se puede haber tenido de que yo soy vivo, y porque dello sea V. m. bien cierto, la escribe, y algo larga, porque hay harta causa para que lo sea, por los muy grandes trabajos y infortunios que por mí han pasado desde que salió la Armada de Lisboa para Ingalaterra, de los cuales Nuestro Señor, por su voluntad infinita, me ha librado; y porque no he hallado ocasion más há de un año para escribir á V. m., no lo he hecho hasta agora, que Dios me ha traído á estos estados de Flándes, donde llegué habrá doce días con los españoles que escaparon de las naos que se perdieron en Irlanda y Escocia y Setelanda, que fueron más de veinte, las mayores de la Armada, en las cuales venía mucha gente de infantería muy lucida, muchos capitanes y alférez y maesos de campo y otros oficiales de guerra, muchos caballeros y otros mayorazgos, de todos los cuales, que serian más de docientos no se escaparon cinco cabales, porque murieron ahogados, y los que nadando pudieron venir en tierra, fueron hechos pedazos por mano de los ingleses que de guarnición tiene la Reina en el reino de Irlanda.

Yo me escapé de la mar y destos enemigos por encomendarme muy de veras á Nuestro Señor y á la Vírgen Santísima madre suya, con trecientos y tantos soldados que también se supieron guardar y venir nadando á tierra, con los cuales pasé harta desventura, desnudo, descalzo todo el invierno, pasado más de siete meses por montañas y bosques, entre salvajes, que lo son todos en aquellas partes de Irlanda donde nos perdimos, y porque me parece que no es bien dejar de contar á V. m., ni que se queden atrás la sinrazón y tan grandes agravios que tan injustamente y sin haber en mi falta de no haber yo hecho lo que me tocaba me quisieron hacer, de lo cual me libró Nuestro Señor, habiéndome condenado á muerte, romo V. m. habrá sabido, y tan afrentosa, y viendo el rigor con que se mandaba poner por ejecución, pedí con mucho brio y cólera la causa porque se me hacía tan grande agravio y afrenta, habiendo yo servido al Rey como buen soldado y leal vasallo suyo en todas las ocasiones y rencuentros que tuvimos con la Armada del enemigo, de las cuales salía siempre el galeón que yo llevaba muy mal parado, y muerta y herida mucha gente.

En él pedí se me diese traslado deste mandato y que se hiciese información con trecientos y cincuenta hombres que había en el galeón, y que si alguno me pusiese culpa, me hiciesen cuartos. No me quisieron oir, ni á muchos caballeros que por mí intercedieron, respondiendo que el Duque estaba en aquella sazon retirado y muy triste, y que no quería que nadie le hablase, porque ademas del ruin suceso que tuvo siempre con el enemigo, aquel día de mi trabajo le dijeron que los dos galeones San Mateo y San Felipe, de los de Portugal, en que iban los dos maesos de campo D. Francisco do Toledo, hermano del Conde de Orgaz, y D. Diego Pimonte, hermano del Marqués de Távara, se quedaban perdidos en la mar, hechos pedazos y muerta casi la mas de la gente que traían, y á esta cansa, con el hecho se retenia el Duque en su cámara y los consejeros hacian sinrazones á diestro y siniestro por enmendar su avieso, ó las vidas y honras de los que no tenian culpa, y esto es tan público, como lo sabe todo el mundo.

El galeón San Pedro, en que yo venía, recibió mucho daño con muchas balas muy grueque el enemigo metió en él por muchas partes, y aunque se remediaban luego lo mejor que podia ser, no dejó de quedar algun balazo encubierto, de suerte que por allí hacía mucha agua, y despues del bravo combate que tuvimos en Caliz Calés, que duró desde la mañana hasta las siete de la tarde, que fué el último de todos á los 8 de Agosto, yéndose nuestra Armada retirando, ó no sé cómo lo diga, se iba el Armada de nuestro enemigo á nuestra cola hasta echarnos de sus tierras, y cuando lo hubo hecho, seguro del todo, que fué á 10 del dicho, y visto que el enemigo se quedaba, algunos navios de nuestra Armada aderezaban y remendaban sus daños, y este día, por mis grandes pecados, estando yo reposando un poco, que había diez días que no dormía ni paraba por acudir á lo que me era necesario, un piloto mal hombre que yo tenía, sin decirme nada, dió velas y salió delante de la Capitana cosa de dos millas, como otros navios lo habían hecho, para irse aderezando, y á tiempo que iba á amainar las velas para ver por dónde hacía el agua el galeón, llegó á bordo un pataxe, me llamó de parte del Duque que fuera á la Capitana; fui allá, y ántes que llegase, había orden en otro navío para que á mí y á otro caballero que se decía D. Cristóbal de Ávila, que iba por capitán de una urca que estaba mucho más adelante que mi galeón, nos quitasen la vida tan afrentosamente, y cuando yo oyese este rigor, pensé reventar de coraje, diciendo que todos me fuesen testigos de tan gran sinrazón como me hacían, habiendo yo servido tan bien como se vería por escrito. De todo esto no oia nada el Duque, porque, como digo, estaba retirado: solo el Sr. D. Francisco de Bovadilla era el que hacía y deshacia en el Armada, y por él y otros, que bien se conocen sus hazañas, se regía, todo.

Mandóme llevar á la nao del Auditor general pira que ejecutase en mí su parecer: fuí allá, y aunque era riguroso el Auditor Martin de Aranda, que ansí se llamaba, me oyó y hizo hacer información secreta de mí y halló haber servido yo á S. M. como muy buen soldado, por lo cual no se atrevió á ejecutar en mí la orden que se le habia dado; escribió al Duque sobre ello, y que si no se lo mandaba por escrito y firmado de su mano no ejecutaría aquella orden, porque vía no haber culpa ni causa para ello, y juntamente yo le escribí un billete al Duque tal, que le hizo pensar bien el negocio, y respondió al Auditor no ejecutase en mí aquella orden, sino en el D. Cristóbal, al cual ahorcaron con harta crueldad y afrenta, siendo caballero y conocido de muchos. Dios fué servido librarme á mí por la ninguna culpa que yo tenía, lo cual podrá saber V. m. bien, ó habrá sabido de muchas personas que lo vieron, y el dicho Auditor me hizo siempre mucha merced, por el buen respeto que tenía con quien era razón.

Quédeme en su nao en la cual fuimos pasando todos grandes peligros de muerte, porque con un temporal que sobrevino, se abrió de suerte que cada, hora se anegaba con agua y no la podíamos agotar con las bombas. No teníamos remedio ni socorro ninguno, sino era el de Dios, porque el Duque ya no parecía y toda el Armada andaba desbaratada con el temporal, de suerte que unas naos fueron á Alemania, otras dieron en las islas de Olanda y Gelanda, en manos de los enemigos; otras fueron á Setelanda; otras á Escocia, donde se perdieron y quemaron. Más de 20 se perdieron en el reino de Irlanda, con toda la caballería y flor de la Armada.

Como he dicho, la nao en que yo iba era levantisca, á la cual se juntaron otras dos muy grandes para socorrernos si pudiesen, en las cuales venía D. Diego Enriquez, el corcobado, por Maese de Campo, y no pudiendo doblar el Cabo de Clara, en Irlanda, con mal temporal que sobrevino por la proa, fué forzado venir á tierra con estas tres naos, que, como digo, eran grandísimas, y dar fondo más de media legua de la tierra, donde estuvimos cuatro días sin proveer nada, ni aun lo podían hacer, y al quinto vino tan gran temporal en travesía, con mar por el cielo, de suerte que las amarras no pudieron tener ni las velas servir, y fuimos á embestir con todas tres naos en una playa llena de arena bien chica, cercada de grandísimos peñascos de una parte y de otra, cosa jamas vista , porque en espacio de una hora se hicieron todas tres naos pedazos, de las cuales no se escaparon 300 hombres, y se ahogaron más de mil, y entre ellos mucha gente principal, capitanes, caballeros y otros entretenidos.

Imagen de una película (Cuéllar - Fernando Corral)

El D. Diego Enriquez murió allí más tristemente que en el mundo se ha visto, porque con temor de la grandísima mar que había, que pasaba por cima las naos, tomó la barca de su nao, que tenía cubierta, y él con el hijo del Conde de Villafranca y otros dos caballeros portugueses, con más de 16.000 ducados enjoyas y escudos, se metieron debajo de la cubierta de la dicha barca, y mandaron cerrar y calafatear el escotillón, por donde entraron, y luego se arrojaron de la nao en la barca más de 70 hombres que habian quedado vivos, y queriéndola encaminar hacia tierra, vino sobre ella una tan gran mar, que la hundió y arrebató la gente que sobre ella iba, y luego se anduvo volteando con las mares de acá para allá, hasta que vino á tierra, donde se sentó lo de arriba hacia abajo, y en estos lances, los caballeros que se habian metido debajo de la cubiertilla murieron dentro, y después de estar en tierra pasado día y medio, llegaron á ella unos salvajes y la volvieron para quitarle algunos clavos ó hierros, y rompiendo la cubierta sacaron los muertos, y D. Diego Enriquez entre sus manos acabó de espirar, y lo desnudaron y quitaron las joyas y dineros que tenían, echando los cuerpos por allí sin enterrarlos, y porque es caso de admiración éste y verdadero sin duda, le he querido contar á V. m., y para que allá se sepa de la suerte que murió este caballero, y porque no será razón dejar de contar mi buen suceso y cómo vine en tierra, digo, que me puse en el alto de la popa de mi nao después de haberme encomendado á Dios y á nuestra Señora, y desde allí me puse á mirar tan grande espectáculo de tristeza; ahogarse muchos dentro de las naos, otros en echándose al agua irse al fondo sin tornar arriba; otros sobre balsas y barriles y caballeros sobre maderos; otros daban grandes voces en las naos llamando á Dios ; echaban á la mar los capitanes sus cadenas y escudos; á otros arrebataban los mares y de dentro de las naos los llevaban; y como estaba bien mirando esta fiesta, no sabía qué hacerme ni qué medio tomar, porque no sé nadar y las mares y tormentas eran muy grandes, y por otra parte la tierra y marina llena de enemigos que andaban danzando y bailando de placer de nuestro mal, y que en saliendo alguno de los nuestros en tierra, venian á él doscientos salvajes y otros enemigos y le quitaban lo que llevaba hasta dejarle en cueros vivos y sin piedad ninguna los maltrataban y herían, todo lo cual se veía muy bien de los rotos navios, y no me parecía á mí nada bien lo que pasaba en una parte y otra.

Llegúeme al Auditor, Dios le perdone, que estaba harto lloroso y triste y díjele que quería hacer que pusiese remedio en su vida antes que la nao se acabase de hacer pedazos, que no podía durar medio cuarto de hora, como no duró: ya se habían ahogado y muerto la más de la gente della y todos los capitanes y oficiales, cuando yo me determiné á buscar remedio para mi vida, y fué ponerme en un pedazo de la nao que se había quebrado, y el Auditor me siguió, cargado de escudos que llevaba cosidos en el jubón y calzones, y no hubo remedio de quererse despegar el pedazo del costado de la nao, porque estaba asido con unas gruesas cadenas de hierro, y la mar y maderos que andaban sueltos batían en él y nos hacían mal de muerte, procuré buscar otro remedio, que fué tomar un escotillon tan grande como una buena mesa, que acaso la misericordia de Dios me trajo allí á la mano, y cuando me quise poner sobre él, me hundí seis estados debajo del agua, y bebí tanta que casi me vi ahogado, y cuando torné arriba llamé al Auditor y le procuré poner en el tablón conmigo, y yéndonos apartando de la nao, sobrevino una tan grandísima mar y batió sobre nosotros de suerte; que no pudo tenerse el Auditor y le llevó esta, mar tras sí y le ahogó: daba voces ahogándose llamando á Dios; yo no le pude socorrer, porque como la, tabla se halló sin peso en el un lado, empezó á voltear conmigo, y en este instante un madero me rompió las piernas, y yo con grande ánimo me puse bien sobre mi tabla y llamando á nuestra Señora de Ontañar, vinieron cuatro mares una tras otra, y sin saber cómo ni saber nadar me trujeron á tierra, donde salí, y no me podía tener, todo lleno de sangre y muy maltratado.

(continuará)